viernes, 24 de febrero de 2017

I Jornada sobre las implicaciones educativas del Holocausto



En el salón de actos del Ministerio.
El pasado 1 de febrero de 2017 acudí en representación del Departamento de Humanidades del Colegio Sagrada Familia PJO de Valencia a la I Jornada sobre las implicaciones educativas del Holocuasto tituladas "Combatir la intolerancia y la violencia a través de la educación sobre el Holocausto" y que se desarrolló en el salón de actos del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte en Madrid.

Cómo seguramente sabréis, en la asignatura de Historia del Mundo Contemporáneo de 1º de Bachillerato, con el apoyo del profesor de Filosofía José Miguel Martínez, estamos realizando un proyecto educativo sobre el Holocausto al que hemos llamado "Arbeit Macht Frei". Podéis consultar la información del mismo, la programación y las tareas previstas haciendo click aquí o encima de la fotografía.

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Hubo un buen número de intervenciones muy interesantes y de las que este proyecto se ha nutrido en parte:
  • Paul Salmons del University College of London con una ponencia titulada Auschwitz, no hace mucho, no muy lejos. En élla trató de concienciarnos de la importancia de no olvidar la barbarie. Está comisariando una gran exposición en Madrid para septiembre de 2017 titulada "The challenge of Knowing" que tiene muy buena pinta.
  • Estebán González y Rosa Ríos intervinieron con su ponencia "El Holocausto: una reflexión desde la Medicina" En el que recordaron la política eugenésica y racial del régimen nazi, la importancia que se le daba en él a los médicos y de la experiencia de sus visitas con alumnos al campo de concentración de Auschwitz, con consejos muy interesantes sobre cómo preparar una viaje de esas características.
  • José Ángel Ramírez, del grupo Henek, nos habló sobre Primo Levi y las reflexiones que deja su testimonio. Un proyecto de aula muy interesante y que pone a disposición de la comunidad educativa un material amplio y de calidad en la web www.holocaustoyeducacion.es. 
  • Roberto Pérez profesor del IES de Rivas Vaciamadrid compartió su proyecto titulado "Shoah y los justos entre las naciones españoles", donde abordaban las hazañas de aquellas personas que ayudaron a escapar o a sobrevivir a algunos judíos y que eran de origen español, como por ejemplo el Ángel de Budapest u otros.
Pero lo que más impacto produjo para el alma y el corazón de los que allí estábamos presentes fue el testimonio de una superviviente de Auschwitz, Anette Cabelli. 

Ésta es una recopilación de lo más destacable de su intervención:


Annette Cabelli
Nací en Salónica (Grecia) en el seno de la comunidad judía sefardí. Los griegos en general siempre han sido muy antisemitas y nos culpaban de ser los asesinos de Jesús, como en la Edad Media. Por ese motivo nos perseguían, nos apartaban de la vida normal, nos consideraban seres despreciables... Pero al menos nos dejaban vivir.

Mi padre trabajaba en la estación de tren pero murió joven y mi madre tuvo que asumir que para que la familia pudiera vivir, debía trabajar. Pero un solo sueldo para una familia como la mía nos hacia pasar penurias. Y entonces vinieron los alemanes...


Un día de 1941 los nazis comunicaron que debíamos presentarnos en un lugar concreto. Nos recluyeron en un guetto a alrededor de 15.000 personas con muy poco abastecimiento. Mientras tratábamos de sobrevivir con lo justo, los trenes iban y venían, vaciando el guetto con un destino que para nosotros era desconocido. Así fue durante tres semanas hasta que nos tocó a nosotros. 


Subimos a unos trenes de transporte de ganado, apiñados, en muy malas condiciones. Teníamos que estar de pie continuamente, sin agua, con mucho frío y encima de las maletas, que llevábamos con lo justo. Cinco días duró ese penoso viaje, con continuas paradas, a una velocidad exasperantemente lenta, sin agua ni luz, ni ninguna información. No sabíamos dónde nos llevaban pero la cosa no pintaba bien. 



Llegada de judíos al andén de Auschwitz
Y de repente la puerta se abrió y con mucha violencia nos sacaron a patadas, gritos y empujones. Nos pusieron en una fila y nos dijeron que dejáramos allí las maletas, que ya nos las llevarían luego. Muchos estaban tan débiles del viaje, que rodaron por el suelo y fueron pateados y golpeados sin piedad. Otros habían fallecido en el tren, no lo habían podido soportar. 

Al fondo de la fila observamos que habían unas furgonetas con la marca de la cruz roja pintada en él, y eso nos hizo albergar momentáneas esperanzas de que nos fueran a atender, pero las tenían allí como un decorado, para engañarnos. Según iba avanzando la fila observé como uno de ellos, vestido con uniforme, seleccionaba a la gente tras una rápida observación y los mandaba a izquierda o derecha. Los hombres y algunas mujeres a la izquierda, los ancianos, niños y la mayoría del resto de mujeres a la derecha. 

En el barullo que se montó perdí de vista a mi prima y me puse a chillar su nombre para saber donde estaba. Un alemán nos preguntó que por qué chillábamos y como mi padre me enseñó de niña un poco de alemán, y yo lo chapurreaba, pude hacerle entender que buscábamos a nuestra prima Florentín. Mientras habíamos pasado la selección: a la derecha con los ancianos, niños y el resto de mujeres. No sé por qué, tal vez por intuición, porque no sabíamos lo que iba a pasar, pero redoblé mis gritos desesperados llamando a Florentín. Me pareció verla en la fila de la izquierda y grité como nunca. 


Interior de la cámara de gas de Auschwitz I
El mismo alemán se acercó de nuevo. Ya estábamos subidos a unos camiones que no sabíamos dónde nos iban a llevar, junto con mi madre y más familiares. Entonces me dijo que Florentín estaba en la izquierda y que bajara del camión y le acompañara. Y en ese momento, el camión arrancó y mi madre se marchó mientras yo seguía al alemán hacia la otra puerta. Jamás volví a ver a mi madre. Esos malditos camiones iban directamente a la cámara de gas y en menos de 4 horas, mi madre ya estaba muerta. Aquel alemán, aún no sé por qué, me salvó de una muerte segura, pero no pude volver a ver a mi madre, ni tan siquiera despedirme de ella. Fue todo tan rápido, tan violento... A veces recreo en mi mente ese momento y... Me hubiera gustado decirle algo a mi madre, una simple palabra, un adiós. 


Resultado de imagen de Anette Cabelli
El tatuaje de Annette.
Los camiones fueron hacia la puerta de la derecha (allí estaban las cámaras de gas y los hornos crematorios) y nosotros a la izquierda, al campo de trabajo forzado, al lager. Nos desvistieron, nos cortaron el pelo al cero, nos ducharon (recuerdo que los alemanes se reían de nuestras reacciones al combinar el agua fría con la que abrasaba), nos dieron un harapiento pijama de rayas y nos tatuaron en el brazo nuestra nueva identidad. Un simple número. Allí no teníamos nombre. Yo era el 40.637, una cifra que aún hoy tengo en mi brazo y que es un recordatorio continuo de todo lo que allí viví. El número valía para todo: para comer, para asignarte el trabajo y el barracón... Hasta para ir a las letrinas. Nuestra obligación era saberlo en alemán. Hubo que memorizarlo muy rápido y pronunciarlo siempre alto y claro. Entonces a todos los recién llegados nos encerraron en un diminuto barracón con literas triples de madera y una manta por cada camareta y allí permanecimos sin salir para nada durante quince días, una especie de cuarentena a los recién llegados para evitar que alguno pudiera contagiar al resto de malaria, una de las cosas más temidas en el campo era el contagio y los alemanes hacían todo lo posible por mantener alejadas esas infecciones. Estábamos sin respuestas, sin explicaciones, con miedo, con preocupación por nuestros familiares de la fila de la derecha cuyo destino desconocíamos.


Barracones de Auschwitz.
Esos días mirábamos por los pequeños ventanucos lo que nos rodeaba y eso, nos hacía estremecer. Había gente por todos lados en muy malas condiciones. Pasamos miedo, mucha hambre. Nos daban una ración diaria de sopa aguada hecha con patata o algo similar y un poco de sal. Rápidamente aprendías a que era mejor esperar un poco para que tu ración fuera de las del final de la perola, pues allí se acumulaban los diminutos trozos de patata y estaba un poco más sabrosa. Si tenías la desgracia de ser servido de las primeras, lo que te ponían era agua turbia, con escasa sustancia. Esta situación empezó a provocar peleas entre nosotros por la comida. La desesperación del ser humano incita a la violencia, a la supervivencia, al sálvese quien pueda. Es una forma de reaccionar natural, instintiva, que me avergüenza ahora, pero que en aquellas condiciones nos salía espontáneamente. 

Dormía en un rincón, con un cartón que me rodeaba y me cubría escasamente por abajo. Una tarde de sopor y desesperación, mientras íbamos de forma organizada hacia las duchas y con mi poco alemán, le pregunté a un SS si sabía dónde estaba mi madre. 

- ¿Ves el humo? -me dijo- Pues allí está tu madre.


Así supe su fatal destino y aunque ya nos habían contado historias sobre ese humo pestilente que lo impregnaba todo, no queríamos creerlo, hasta que aquel guardián, me hizo abrir los ojos. Poco después nos incorporamos al trabajo.


A las 5 de la mañana nos despertaban y nos sacaban a formar al patio, aunque el recuento no empezaba hasta las 7, debíamos esperar sin movernos en la plaza. Con frío, nieve, viento, lluvia y ropa y calzado poco apropiado. Nos mandaban a trabajar a algunas fábricas de alrededor, casi todas de municiones, que trabajaban en un turno sin fin de 24 horas; o al aire libre, de sol a sol. Aquellos que no aguantaban el ritmo del trabajo eran asesinados por las SS in situ, pero debían ser transportados por nosotros mismos de nuevo hasta el campo para su recuento. No se les podía abandonar allí. Era una de las cosas más penosas. 


Al llegar al campo, cuando la mente podía pensar en otra cosa además del trabajo, la desesperación aumentaba y muchos se entregaban a la muerte por propia voluntad. Para suicidarse, los dos métodos habituales eran, o bien lanzarse contra la valla electrificada a muy alto voltaje que rodeaba el lager, o bien lanzándose contra los soldados armados que disparaban sin más. Los Sonderkomando recogían los cadáveres que traíamos y los que se habían suicidado y, como las llegadas de deportados al campo eran continuas, se reemplazaban los individuos en las escuadras de trabajo, que siempre eran de la misma cantidad. Durante unos pocos meses trabajé en la enfermería del campo, pero la mayor parte del tiempo estuve en una fábrica de munición.


Barracas de las mujeres en Auschwitz.

Durante 26 meses estuve allí. No hay palabras para describir todo lo que mis ojos pudieron ver. Eramos espectros sin voluntad ni pensamiento, sin esperanza. Autómatas atormentados y maltratados que nos acostumbramos a vivir en el infierno, segundo a segundo, pues cualquier mala decisión, o gesto o mirada, significaba la muerte inmediata. Tu vida, carecía de valor, no eras un ser humano. 

En enero de 1945 el nerviosismo entre los SS fue en aumento y percibimos que alguna cosa gorda pasaba. Una mañana, tras el recuento, abandonamos en una larguísima fila el lager de Auschwitz, a pie. Los rumores decían que los rusos estaban muy cerca y que había que evacuar a otros campos. A aquellas caminatas de espectros por la carretera la historia les ha llamado las "Marchas de la Muerte". En efecto, nuestra condiciones físicas eran tan deplorables que caíamos extenuados continuamente. Automáticamente, al caído se le apartaba a la cuneta y se le daba un tiro de gracia. Miles de disparos después, ni tan siquiera se molestaban en esos detalles. 



Marchas de la muerte
Durante 6 días caminamos con un frío intenso que aún hoy me hace estremecer. Al menos el 40% de los que iniciamos aquella marcha, murieron en el camino. Llegamos a un andén y nos introdujeron de nuevo en los vagones. A un ritmo lento y con muchas paradas motivadas por los barridos constantes de la aviación soviética, llegamos a Ravensbruck. Allí había gente de diferentes procedencias y confesiones, pero las condiciones de ese campo, que ya eran malas, empeoraron ostensiblemente con la llegada de los que veníamos de Auschwitz. Durante 8 o 10 días observamos como los alemanes cada vez eran menor número y estaban más preocupados por destruir papeles y no dejar rastro ni pruebas que de organizarnos en el trabajo. Y por supuesto, la comida aún escaseó más. Nos volvimos auténticas bestias sin escrúpulos con la comida. Muchas veces se desperdiciaba la comida por la propia lucha que por ella se libraba. De allí, poco después y en las mismas deplorables condiciones nos trasladaron al lager de Malchow.

Una mañana al despertar, no había ningún alemán. habían desaparecido. Estábamos solos en el campo. Salimos de allí rápidamente en pequeños grupos, pero ¿dónde ir? Después de mucho caminar observamos una granja a lo lejos y hacia allí nos encaminamos. La gente del lugar le tenía un pánico atroz a la posible llegada de los soviéticos, pero nos acogieron y nos dieron unas cuantas patatas. En el ir y venir de espectros de los siguientes días observamos como algunos de los guardias alemanes habían abandonado el uniforme y se hacían pasar por prisioneros. Y tras unos días más andando llegamos a las líneas del frente americano. Los estadounidenses nos atendieron y ayudaron a recuperarnos del lamentable estado físico en el que nos encontrábamos. Yo pesaba 38 kilos, no tenía ningún papel ni documentación. Nos ofrecieron la posibilidad de volver a Salónica, pero decidí junto a otros marcharme a París. No quería volver al sufrimiento de Salónica y allí ya no me quedaba nada. 

Soldados celebrando la liberación con los deportados.
Allí me casé con Harry mi compañero de deportación, tuve hijos y empecé de nuevo. Durante muchos años no hablábamos de nada del campo. Al principio por miedo, pero después me costaba recordar por que el sufrimiento me inundaba de nuevo el alma. 


Annette durante su testimonio.
No culpo a los jóvenes alemanes de hoy. Les huyo en la medida de lo posible, es cierto, pero a veces es una terapia charlar con ellos en alemán. Y categóricamente, he dejado de creer en Dios. No concibo que si existiera, hubiera permitido lo que allí ocurrió. El que quiera que crea, pero a mi que me perdonen, pero no concibo que de existir hubiera tolerado Auschwitz. Además, años después, viviendo en Niza, perdía a un hijo de diez años y aquella pérdida me reafirmo en mi falta de fe. No es posible que en mi haya tanto sufrimiento y siga creyendo en un ser superior. Lo siento. No creo en Dios.

Hace poco que empecé a dar testimonio. quiero transmitir a los jóvenes lo que yo viví para recordarlo, para enseñarlo, para que no vuelva a pasar nada similar nunca más. Por eso doy testimonio.




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