lunes, 16 de abril de 2012

Relato històrico por entregas... LA TRAICIÓN DE VALENCIA (Cap. III y último)

Desde que Jaume Ballester había abandonado la casa para averiguar los motivos por los que Vicent no había acudido a la cita, todos esperaban aquel momento. Y más aún al oír las campanadas del Micalet llamando a los gremios a reunión. Todos estaban convencidos de que el asalto era inminente y el ensordecedor ruido que poco a poco se  iba acercando hacia ellos se lo confirmó.
Los hombres se aprestaban en las calles detrás de improvisadas barricadas levantadas con cualquier elemento para impedir el paso de los caballos. Los más jóvenes amontonaban todo lo susceptible de ser arrojado en las azoteas, sumando cualquier objeto a las piedras que habían amontonado desde la noche anterior. Las manos les sudaban y los dedos se les agarrotaban de la nerviosa fuerza con que asían las piedras, ansiosos por lanzarlas contra cualquier cosa que se moviera.
-          Mujeres, escondeos en las casas. Nada os pasará.
-          Nosotras estaremos con una pica como un hombre. Lucharemos hasta el final.
Y entonces llegaron los dos grupos fuertemente armados. Cada uno por un lado de la calle. Aquella tranquila calle de Valencia se convirtió por unas horas en inusual campo de batalla. Los gritos eran ensordecedores, los cascos de los caballos atronadores, los sonidos de las piedras que caían desde los tejados eran espantosos: secos y ruidosos cuando caían sobre el suelo sin dar a nadie, sordos pero mortíferos cuando alcanzaban algún objetivo.
Y el objetivo más célebre de los lanza proyectiles de las azoteas fue el mismo Marqués, que como buen fanfarrón que era, se había expuesto en el combate de forma innecesaria, siendo alcanzado por una piedra y teniendo que retirarse del combate. Hubo de ser atendido de la herida provocada por el tremendo impacto que a punto estuvo de reventarle la cabeza. Suerte que sus reflejos le respondieron y apartó lo justo la cabeza para que impactara con su hombro no sin arañar dolorosamente su rostro. La primera sangre que regó el suelo de aquella calle de Valencia la fatídica tarde del 3 de marzo de 1522, fue la del Marqués de Zenete.
La superioridad de los atacantes en número y equipamiento era incontestable. Poco a poco, los proyectiles que mantenían a raya a los dos grupos se fueron agotando. Los defensores iban reculando y cediendo terreno, abandonando las primeras casas de la calle y concentrándose cada vez más alrededor de la casa de Peris. La pérdida de terreno era evidente pero a un gran coste de vidas. La lucha estaba siendo encarnizada. Aquello no iba a ser tan fácil como habían creído. Además, tanto asaltantes como defensores habían visto caer al Marqués de su caballo alcanzado por un proyectil, habían visto brotar su noble sangre, que no era azul. Era igual de roja que la de todos los demás. Este hecho había restado fuerza al impulso atacante inicial, reforzando la moral de los defensores que creían haber matado al de Zenete.
Cabanilles se desgañitaba parapetado tras un portón entreabierto, temeroso de ser alcanzado por un proyectil. Su cobarde naturaleza de los que mucho tienen que perder porque poco les queda ya por ganar, hizo que sin darse cuenta se quedara solo. Vicent, que se movía como pez en el agua en el combate, yendo de un lado al otro donde más apoyo se necesitaba, observó la posición del gobernador y no dudó en lanzarse a por él. En un abrir y cerrar de ojos, cubierto por los proyectiles que sus propios hijos lanzaban para distraer la atención del verdadero objetivo, Vicent dio un rodeo por las azoteas colindantes a su casa y una vez a la altura de la puerta de la casa tras la cual se protegía del combate el aterrorizado gobernador, se descolgó por la fachada y cayó a la espalda de Cabanilles. Éste, al oír el ruido se giró ojiplático y sin tiempo siquiera de parpadear, notó como el filo del cuchillo de Peris le rebanaba el gaznate con una precisión propia de un matarife experimentado. Vicent sólo se permitió unos segundos observando la cara de Cabanilles, el cerdo traidor que había tratado de matarlo en la torre de Silla cuando se dirigía a Valencia dispuesto a lavar su honor de una acusación infundada que él mismo había denunciado faltando a la verdad.
-          Mi honor no se mancha - le gritó mientras escupía sobre su cuerpo inerte que se ahogaba en su propia sangre.
Mientras Peris volvía hacia su casa entablando combate contra todo aquel que se le ponía por delante, el Marqués recuperaba poco a poco la compostura y se hacía cargo de nuevo del asalto, aunque esta vez menos expuesto a la lucha. Su reaparición fue como un soplo de aire fresco para los atacantes que respiraron aliviados al ver que no había muerto. El final de Cabanilles, aunque aún no se habían percatado, tampoco les iba a causar ningún trauma pues era un hombre impopular a más no poder.
Al volver a tener un dirección clara en sus acciones dirigidos por un hombre de experiencia, los atacantes ganaron rápidamente posiciones avanzando de forma firme y decidida hacia el objetivo final que no era otro que la casa del mismo Peris. Pero las bajas eran muchas y el combate encarnizado. Ya hacía un buen rato que sólo quedaba esa casa por tomar, pero estaba apuntalada, no había grietas en sus defensas. El asalto resultaba muy complicado y costoso.
Pero lo peor de todo era que la luz del día se estaba agotando. Si la noche caía, habría que detener el asalto. El Marqués sabía que sería muy difícil que los gremios se lanzaran a un nuevo asalto al día siguiente, después de sopesar los pros y los contras de la acción acometida. Había sabido aprovechar el efecto de su treta engañosa, pero si no se conseguía el objetivo hoy mismo, deberían ser los soldados del Rey y no los mismos menestrales los que asaltaran la casa de Peris. Y además, podría descubrirse el engaño de la falsa caída de Xátiva. Entonces los gremios, defraudados por la treta del Marqués podrían volverse en su contra.
No. Había que acabar con aquello lo más rápido posible.
-          Traed algunas teas encendidas y prendedle fuego a la casa – gritó el Marqués a los hombres más próximos a él. Haremos salir a esas ratas de su madriguera o se quemarán en su propio agujero.
Con sorprendente rapidez, las llamas se fueron apoderando de la casa por los cuatro costados, convirtiendo aquel inusual campo de batalla ahora sí, en un auténtico infierno. Las puertas y ventanas apuntaladas ahora recibían los golpes desde el interior en un desesperado intento porque el humo saliera y no les asfixiara. Los defensores sabían que aquello era el final y mansamente, comenzaron a salir. Todos ellos fueron violentamente empujados y alejados del combate que aún seguía en la parte baja a la que habían accedido algunos asaltantes y que se las estaban viendo con las mujeres que pica en mano, protegían el grupo de niños que se habían refugiado en casa de Peris. Al final consiguieron hacerles salir no sin haber matado a más de una de las madres defensoras.
Y entonces fue cuando la ventana del piso superior se abrió. Una escalera de mano se desenrolló y dos niños comenzaron a bajar. Poco después una mujer, también descendió entre toses y con mucha dificultad. Peris se asomó entre la gran cantidad de humo que  salía por la ventana y a voz en grito proclamo su rendición.
-          ¡Bajaré y me entregaré! ¡Nada hagáis a mi familia!
-          Baja, no temas – respondió el Marqués con potente voz.
Pero cuando Vicent Peris, sucio, desarmado y casi asfixiado por el humo tocó el suelo después de un penoso descenso, sobre él se abalanzaron más de veinte asaltantes enloquecidos. Le apuñalaron con saña dejando su cuerpo hecho una piltrafa. Lo arrastraron por el suelo mientras le golpeaban, pateaban, insultaban y escupían. Toda la rabia acumulada después de una dura jornada tuvo su punto culminante en aquel mismo momento.
Ante aquella escena el Marqués se dirigió hacia el lugar donde aún estaban vejando el cuerpo de Peris. Todos se apartaron y el de Zenete, con estudiada parsimonia y teatral pausa, desenvainó su espada y cuando todos se hubieron apartado al detectar su presencia, de un potente tajo separó la cabeza del cuerpo de Vicent que rodó un par de metros por el suelo. Los diez alabarderos de la guardia personal del Marqués que quedaban después de la muerte de seis de ellos en el combate, se rehicieron y formaron cual guardia de honor alrededor del Marqués que, sintiéndose observado por todos, quiso completar su actuación estelar con una condena ejemplarizante. Ante la ausencia del gobernador y del Virrey, él era la máxima autoridad de la ciudad de Valencia en aquel mismo momento.
-          Capitán Diego Ladrón de Guevara, presentaos ante mí.
El capitán de sus alabarderos se adelantó unos pasos y se puso ante el Marqués dispuesto a escuchar sus órdenes.
-          Declaramos traidor e hijo del diablo a Vicent Peris, por querer hacerse tiránicamente Señor de la ciudad de Valencia. Será considerado maldito desde ahora y hasta que transcurran al menos cuatro de sus futuras generaciones. Se confiscan todos sus bienes y los de sus cómplices. Haced también que la cabeza del traidor sea expuesta en una pica y clavada en la puerta de San Vicente de esta ciudad de Valencia, como ejemplo de lo que le pasará a todos aquellos que se opongan a su Majestad el Rey y a sus oficiales. Asimismo, que desmiembren su cuerpo. Que su brazo derecho, con el que empuñaba su arma ante los oficiales del Rey, sea enviado a la picota de la villa de Onteniente en el sur del Reino y los demás miembros sean enviados y expuestos en todas aquellas villas y poblaciones que en algún momento vieron pasar por sus calles y plazas a Vicent Peris ¡Qué sepan que ha sido de él y de sus sueños de grandeza!
-          ¿Qué hacemos con los apresados, Sr. Marqués? – preguntó otro alabardero mientras el capitán se dirigía hacia lo que quedaba del cuerpo sin vida de Peris dispuesto a hacer cumplir las órdenes del Marqués.
-          Esta misma noche y sin juicio previo, todos los que han ayudado y estado a favor del traidor se les darán garrotazos y se les ahogará hasta la muerte.
Dicho lo cual, envuelto de un sepulcral silencio sólo roto por los llantos y lamentos de los condenados que acababan de escuchar su sentencia de muerte, Don Rodrigo Hurtado de Mendoza, Marqués de Zenete, dio media vuelta, se encaramó a su caballo y seguido por una escolta de cinco de sus alabarderos puso al paso a su caballo, mientras la multitud que se había congregado para presenciar el acto final de esta tragedia comenzó a vitorearle.
Seguro de haber puesto punto y final a la Germania en la ciudad de Valencia para siempre, se dirigió hacia su magnífico palacio engullido por las sombras de un atardecer prácticamente anochecido, como la esperanza de un mundo más justo que un día soñó Vicent Peris.
Txema Gil Sánchez
 Ciutat de València, desembre de 2011

FIN.


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