Con el sol casi en su cénit, el líder eduo Coto salió de la tienda. Estaba cansado y se sentía muy viejo. Por aquel motivo, el consejo había decidido dejarlo al frente de la defensa del campamento galo ¿Defenderlo de quién? La victoria era segura. Los romanos perecerían y aquella pesadilla acabaría finalmente. Aunque un oscuro presentimiento pesaba sobre su corazón sin poder explicar exactamente en qué consistía. Siempre trataba de disipar los malos presentimientos haciendo cualquier actividad diaria, pero aquel día un terrible dolor de muelas le estaba atormentando y no había nada ni nadie que le pudiera ayudar. No al menos aquel día en el que todo llegaría a su fin.
Posando su mano sobre su mejilla izquierda, presionó sobre la zona dolorida lanzando una maldición al aire. Maldecir era siempre un desahogo. Pidió un sorbo de aquel licor de membrillo tan fuerte que solían beber algunos galos y se dispuso a observar el asalto final.
Durante la mañana, los jefes de las tribus galas se habían reunido para planificar la última acción. Uno de los exploradores mandubios, oriundo de Alesia, que salió con la caballería antes de que César cerrara el cerco, había descubierto durante la noche un punto débil, una zona al noroeste que no tenía grandes defensas por la dificultad del terreno derivada de su naturaleza demasiado rocosa y de la entrada de un brazo del río. El explorador sabía que aquella zona podría convertirse en el talón de Aquiles de César, el lugar que podría suponer la ruptura del cerco, una forma de penetrar en el anillo romano. Si conseguían romperlo, la victoria sería suya. Pero no debían concentrar toda su fuerza en aquel punto. Debían despistar a César. Si el zorro romano pensaba en que caerían en su trampa, no iba a ser así.
Vercasivelauno, primo de Vercingétorix, junto con más de cincuenta mil hombres, había colocado sus tropas entre los árboles antes de que se hubiera disipado la oscuridad. Coto podía observar como esperaban agazapados, ocultos a la vista de los romanos, la señal de ataque que Eporedórix y Viridomaro, los otros dos jefes eduos, debían lanzar en forma de alarido al iniciar el ataque de despiste en la muralla sur, el lugar de la batalla del primer día. Aunque Coto también era eduo, dudaba de la capacidad de aquellos otros dos con los que compartía el mando. Ambos, cuando los eduos eran aliados de Roma, eran fervientes partidarios de mantener la alianza. Pero la decisión de su rey Litavico de luchar contra César y expulsarlo de la Galia, les había obligado a cambiar de parecer, pero no parecía que estuvieran muy convencidos de ello. Y más al ver huir a su rey días antes de la batalla sin dar ninguna explicación. Coto estaba seguro que a la menor dificultad, abandonarían el combate y se retirarían. No morirían por defender a un arverno pretencioso que se había autoproclamado rey de la Galia. Si Vercingétorix creía que les iban a salvar para además, otorgarles después el poder como si fuera un regalo, es que era demasiado ingenuo. Aunque eso ya se vería después. Ahora el problema era acabar con aquella situación lo antes posible. Y además estaba la cuestión de los belgas. Aquellos salvajes norteños, no habían aportado los hombres que les correspondía. Aquellos hombres eran belgas y no morirían en la Galia Celta. Aquella no era su guerra. Sólo el empuje y el ansía de venganza de Commio, su líder, que había servido a los romanos en el intento de conquista de la isla de Mona y a quien Labieno, después de haber roto aquella alianza, había derrotado arrebatándole las posibilidades de reinar sobre los belgas, hacían que aún permanecieran en aquella horda.
Un nuevo pinchazo de dolor en su muela, más intenso que cualquier otro de los anteriores, sacó a Coto de sus cavilaciones y pensamientos. El ataque era inminente y tras una nueva maldición y un nuevo trago de aquel brebaje que quemaba las entrañas, pero que conseguía liberarle momentáneamente del dolor, lo escuchó.
Dibujo de Alesia en la actualidad |
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