Flaco tenía la vista nublada. Le costaba cada vez más poder alzar su brazo para asestar un nuevo golpe. Los galos ya estaban por todas partes y el combate era ya un continuo cuerpo a cuerpo que no tenía vuelta atrás. La fortuna les había abandonado y César había desaparecido de la escena. El final se acercaba.
Pero Flaco vio un reflejo escarlata cruzarse ante su vista. Parpadeó y observó mejor. Sí, era la capa. No tenía duda. Era César a galope tendido, que venía seguido de cientos de jinetes por la espalda de unos sorprendidos galos. César había cumplido su palabra.
Y entonces chilló, jaleó, bramó… Señaló con su ensangrentada gladius hacia aquel lugar y sus compañeros le imitaron. Un enorme rugido provocado por los vítores de los romanos se elevó de entre aquel campo de muerte. El riesgo que estaba asumiendo su propio general era el máximo y ellos no podían ser menos. Y todos, Flaco incluido, redoblaron sus esfuerzos, sacando fuerzas de flaqueza, en un último esfuerzo supremo que les daría la victoria.
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