Tras dar la semana pasada los premios, hoy empezamos a subir los relatos históricos premiados en la IV edición del Concurso de Relatos Históricos y de Viajes organizado por este blog durante el presente curso escolar. Estoy convencido de que no os arrepentiréis de invertir unos minutos en leer estos estupendos trabajos literarios de vuestros compañeros. para el gusto del jurado han sido los mejores con mucha diferencia.
Y os animo a probar a escribir, a inventar historias, a desarrollar vuestra imaginación, a leer, a tener presente y viva en vuestras vidas la buena ortografía y el placer de las letras. Todo ello os llenará como personas y os enriquecerá. Hacedme caso.
Y si queréis empezar a practicar la escritura os recomiendo uno de mis blogs paralelos, haciendo click aquí, dónde estamos desarrollando un curso de escritura creativa y donde podréis encontrar prácticas muy útiles para lanzaros a la hoja en blanco.
Hoy publicamos el relato que fue galardonado con el SEGUNDO PREMIO de la categoria A (los relatos de cualquier época histórica hasta el año 1972 como tope)
Su autor es DANIEL MOLINER, al que quiero agradecer que me haya permitido publicar el relato en el blog. Espero que disfrutéis de la lectura del relato de Dani tanto como yo lo he hecho. Aquí está.
Jamás debería haber saltado, pero tal vez no tenía otra opción. Soy otro preso de este loco mundo. Corrí, huí, me fugué, mas jamás tuve escapatoria. Siempre pensé que yo era más importante, que ellos deberían estar a mis pies. Me creí ser algo más especial para ti… Toda una vida desperdiciada por un salto, un salto por amor.
Dicen que mi cuerpo fue encontrado días más tarde, dicen que fue un suicidio,… ¡Oh Sofía! ¡Dicen tantas cosas! Puedes estar tranquila, nadie sabe que me asesinaste. Deberías verme ahora, me llaman cadáver, y todo es tan extraño… A ti Sofía, a ti te extraño. Ahora que no estoy, nuestros sueños pueden ser cumplidos; tú tendrás al príncipe de tus sueños, mientras que yo me conformo con verte feliz. De nuevo ríes, aunque lo que no sabes, es que te veo cómo te acuestas llorando, pensando en lo que jamás pudimos cumplir, gritando mi nombre; pero no sueñes más, puesto que yo, Geremías, me he ido para no volver. Qué lunático mundo, ¿verdad Sofía? Lástima que no vinieses conmigo, puesto que los dos sabemos que hoy aborreces tu vida de princesa. Vuelves a Grecia, y ahora te casas.
Aún estando muerto recuerdo, te recuerdo. Y pensar en cómo se cruzaron nuestros caminos, en cómo chocaron, y en cómo los dejaste separar… Sé que no puedes verme Sofía, pero estoy sonriendo, ya que al haber muerto, lo único que me queda de la vida humana son los recuerdos… Y te recuerdo. Repaso una y otra vez el momento en que nos conocimos, repito la escena de nuestro primer beso, releo todo aquel, nuestro romance, que fue escrito en nuestros ojos, para jamás ser olvidado.
Posiblemente no lo sepas, pero yo fui el primero en verte, y en cuanto lo hice, supe que estábamos predestinados. Por aquel entonces tú no eras más que una chiquilla de catorce años, dispuesta a comerte el mundo. Por el momento, tu inexperiencia en la vida te cobró la cuenta, e hizo que nuestras miradas se cruzaran aquel 13 de diciembre de 1951, al salir del internado de Salem. Qué pena, ¿verdad? Qué posibilidades tendría un simple alemán de dieciséis años con la misma hija del rey de Grecia.
Al parecer sí que tenía.
Dos días más tarde recibiste mi nota, ¿te acuerdas, Sofía? Te la hizo llegar tu amiga Marta, la cual jamás te dejó de lado, hasta el mismo momento en que murió de tuberculosis permaneció en tu ayuda. Gracias a ella nos conocimos, hasta te acompañó en nuestra primera cita. Claro que su ayuda era necesaria para huir de tu casa, ya que no es normal que dejen salir a una princesa por las oscuras calles de Alemania una noche sin luna, sin más compañía que la de sus pensamientos.
Poco a poco nos íbamos conociendo. Quedábamos horas enteras para observar las estrellas sentados en el prado de tu internado. Aquel fue el lugar de nuestro primer beso… Lo retengo, pero creo que jamás conseguiré revivir la experiencia sin tus labios junto a mi cara… Claro que no fue tan fácil conseguirlo. Pasaron meses antes de aquello. Aquella noche era diferente. Ocurrió dos semanas después de tu décimo quinto cumpleaños. Nos sentamos tras el rosal de tu jardín, y nos acurrucamos mientras me contabas tus secretos. Yo asentía, pero no te escuchaba; aquella noche no podía escucharte. El único sentido por el que percibía algo era mi vista; no sentía, no oía, no olía, sólo veía.
Pues aquella era una noche para ver: vestías con aquel vestido blanco bordado, el pelo recién lavado te caía por los hombros como caería una suave lluvia oscura por una montaña, la luna hacía brillar tu piel, y se dibujaba en tus ojos. Entonces sentí tu llamada. Me acerqué hasta que tu suave aliento de menta rozaba mis mejillas, y te besé. Me asusté de mis propios actos, ya que nadie podría enterarse, pero tú no me rechazaste. ¡Oh Sofía! Si estuvieses aquí, si estuvieses conmigo…
Poco después de separarnos oímos los gritos de tu maestro llamando tu nombre. Corriste, saltaste por el alféizar de tu ventana, y te hiciste la dormida sobre tu cama; pero antes de cerrar los ojos, vi esa mirada, aquella dulce y delicada mirada, que prometía nuevos besos, y un futuro juntos. ¿Por qué me diste esperanzas, Sofía, si jamás podrían ser cumplidas?
Pasaron los años, poco a poco, dando tiempo al tiempo, aumentando nuestro amor hasta hacerlo casi insoportable. Tú me hablabas de que siempre habías soñado con casarte con un príncipe azul, como el de los cuentos de hadas, para luego decirme que aún así me preferías a mí antes que a miles de príncipes. A pesar de ello, yo sabía que no eras feliz. Jamás podría darte una historia de amor maravillosa que contarle a tus hijos.
Me hiciste sufrir Sofía. Rememoro el día en que cumpliste los dieciocho años. Ya acostumbrábamos a quedar por las tardes, puesto que no teníamos suficiente con las noches, mientras que tú decías a tus padres que quedabas con tus amigas. Pobre inocente.
Llegaste llorando a mis brazos, te abracé y me besaste. Estaba confuso, pero preferiría haberme quedado con esa confusión para siempre antes que saber lo que se avecinaba.
-¿Qué ocurre Sofía?- Te pregunté.
Seria, me miraste a los ojos, apoyaste la cabeza sobre mi pecho, y sin dejar de abrazarme respondiste:
-Me marcho, Geremías.
-¿Cuándo volverás?- Me aparté de sus brazos, la miré a los ojos, y le repetí la pregunta- ¿Cuándo volverás?
-Nunca Geremías. Me marcho para siempre. Dentro de tres meses volveré a Grecia con mi familia. No intentes venir, mi padre no te lo permitiría. Siempre supimos que en algún momento llegaría este día, el día en que separamos nuestras vidas. Tú eres hijo de un arquitecto, yo de un rey.
Aquellas fueron tus últimas palabras del tema. Durante los siguientes meses no volvimos a mencionarlo. Vivimos el tiempo que nos quedaba juntos cómo si fuera lo único que nos quedaba por hacer. Jamás compaginé de la misma forma la alegría con la tristeza. Pues era feliz, al fin y al cabo, ya que tenía tu corazón. Lo que no sabías es que volvería a por ti. No me importaba lo que me costase conseguir el dinero para pagarme el viaje, ni significaba nada para mí el tiempo que tardaría en volver a verte, pues sabía que no sería consciente de que tendría una vida sin ti.
Tan rápido como apareciste en mi vida, desapareciste de ella. Contigo te llevaste la luz, el color, la música, la vida…
Los siguientes cinco años los pasé muerto, pero vivo. No vivía por mí, ya que mi vida ya no tenía sentido, vivía por ti. Me busqué mi propio trabajo, gané dinero, ahorré y conseguí lo suficiente como para pagarme cuatro viajes de Alemania a Grecia y volver. Pero no podía marcharme. No quería saber lo que habrías encontrado allí, no quería ver, no quería creer.
Al final tomé una decisión. Lo que vivía lo vivía sufriendo, y era muy fácil acabar con éste sufrimiento. Acabar con la vida de un humano es tan fácil… No hace falta más que unas gotitas de veneno en la bebida, un pequeño cuchillo en el corazón, o incluso… un pequeño salto. No tenía nada que perder, más que lo poco que me quedaba de juventud, y antes de que esta también se me agotara decidí salir en tu busca.
No me resultó difícil llegar a Roma. Sin embargo, sí me costó encontrarte.
Habían pasado seis años desde que te marchaste, y volver a verte fue sentir un duro golpe sobre el pecho, que no se apartaba; me oprimía hasta cortarme la respiración. Pero no podía morir ahogado, y menos ahora que te había encontrado. Paseabas tranquilamente por la orilla del lago di Bracciano, sola, como acostumbrabas a hacer de pequeña.
Me acerqué por detrás de ti. En ese momento pensé en tocarte el hombro, entonces tú te girarías y me besarías. Pero eso no sucedió; no hacía falta. Simplemente te detuviste, giraste tu esbelto cuerpo, y ahí estaba yo, de nuevo, preparado para atormentarte de nuevo en tus pesadillas.
Tu primera reacción fue la sorpresa, seguida de la confusión. Me miraste dos veces de arriba abajo, y saltaste sobre mis brazos. Pero no dio tiempo a nada más. Bruscamente te apartaste de mí, volviste a mirarme y enfadada me gritaste:
-¿Qué haces aquí? ¡Te dije que no vinieses!
-No podía seguir viviendo sin ti.- Repliqué.
Pero no pudimos hablar más. Tu guardaespaldas escuchó tus gritos y acudió en tu ayuda. Afortunadamente, a su llegada, yo ya me había marchado.
-No pasa nada Bearny,- Le dijiste a tu guardaespaldas- solo me había parecido ver una sombra en el agua.
Él se apartó, y continuaste caminando.
La siguiente vez que nos vimos fue unas semanas más tarde. Aquella noche te espiaba. Vi como entrabas en el salón de bailes, y allí me quedé, encaramado a la ventana, viendo cómo te morías de ganas de que alguien te sacara a bailar, mientras el resto de mujeres, acompañadas de sus esposos, se deslizaban en un tranquilo vals. ¡Cuánto habría dado yo en ese momento por haber sido hijo de un noble para sacarte a bailar, para rodar y pasear de la mano sobre el entapizado suelo de madera!
Poco más duraron mis ensoñaciones. Un hombre que no era yo, se ofreció para sacarte a bailar, y mayor fue mi sorpresa, cuando aceptaste su petición.
Una de tus manos en su hombro, la suya en tu cintura, mientras que las otras dos se mantenían unidas en el aire, para comenzar así a presidir el baile en aquel maldito salón. Pocas fuerzas me quedaban para continuar observando aquella escena, pero mayor fue mi sufrimiento cuando parasteis en el centro, mientras el resto de parejas bailaban a vuestro alrededor. Él se inclinó sobre ti, acercasteis vuestras caras, y os fundisteis en un profundo beso.
Recuerdo perfectamente la sorpresa de tu cara cuando, al separaros, me viste a través de la ventana. Y corrí. Poco después, me encontraste en la cima de un acantilado, a punto de saltar. Te quedaste de pie, mirando, esperando.
-¿Quién es él?- Te pregunté.
-Le llaman Juan Carlos. Es príncipe en España.- Con esto dio un paso más hacia mí… y salté.
Salté porque ya había oído suficiente. Ella había encontrado al príncipe de sus sueños; yo había perdido a mi princesa.
Si hoy tuviera una segunda oportunidad, posiblemente no hubiese saltado, pues ahora he visto cómo países enteros luchan en una pelea conocida como la Guerra Fría; he observado cómo potencias tan grandes como lo son Estados Unidos y la URSS pelean, crean armas, matan y mueren por el simple hecho de querer ser los primeros a los ojos del mundo. ¿Enserio, Sofía, crees que es esto necesario? La única razón por la que de verdad deberíamos morir, tendría que ser por amor; pero claro, esto no es posible para todos.
¡Oh Sofía! Ahora ya nada de esto me importa, no puedo pensar más que en el tiempo que pasé a tu lado. Lo único que ahora deseo, es que una de las bombas caiga cerca de ti, y que te reúnas conmigo. Puedes estar tranquila, donde ahora yo vivo, no existen ni príncipes ni princesas, todos somos iguales.
Todos estamos muertos. Supongo que estamos todos locos aquí.
CRÓNICAS DE UN MUERTO
Jamás debería haber saltado, pero tal vez no tenía otra opción. Soy otro preso de este loco mundo. Corrí, huí, me fugué, mas jamás tuve escapatoria. Siempre pensé que yo era más importante, que ellos deberían estar a mis pies. Me creí ser algo más especial para ti… Toda una vida desperdiciada por un salto, un salto por amor.
Dicen que mi cuerpo fue encontrado días más tarde, dicen que fue un suicidio,… ¡Oh Sofía! ¡Dicen tantas cosas! Puedes estar tranquila, nadie sabe que me asesinaste. Deberías verme ahora, me llaman cadáver, y todo es tan extraño… A ti Sofía, a ti te extraño. Ahora que no estoy, nuestros sueños pueden ser cumplidos; tú tendrás al príncipe de tus sueños, mientras que yo me conformo con verte feliz. De nuevo ríes, aunque lo que no sabes, es que te veo cómo te acuestas llorando, pensando en lo que jamás pudimos cumplir, gritando mi nombre; pero no sueñes más, puesto que yo, Geremías, me he ido para no volver. Qué lunático mundo, ¿verdad Sofía? Lástima que no vinieses conmigo, puesto que los dos sabemos que hoy aborreces tu vida de princesa. Vuelves a Grecia, y ahora te casas.
Aún estando muerto recuerdo, te recuerdo. Y pensar en cómo se cruzaron nuestros caminos, en cómo chocaron, y en cómo los dejaste separar… Sé que no puedes verme Sofía, pero estoy sonriendo, ya que al haber muerto, lo único que me queda de la vida humana son los recuerdos… Y te recuerdo. Repaso una y otra vez el momento en que nos conocimos, repito la escena de nuestro primer beso, releo todo aquel, nuestro romance, que fue escrito en nuestros ojos, para jamás ser olvidado.
Posiblemente no lo sepas, pero yo fui el primero en verte, y en cuanto lo hice, supe que estábamos predestinados. Por aquel entonces tú no eras más que una chiquilla de catorce años, dispuesta a comerte el mundo. Por el momento, tu inexperiencia en la vida te cobró la cuenta, e hizo que nuestras miradas se cruzaran aquel 13 de diciembre de 1951, al salir del internado de Salem. Qué pena, ¿verdad? Qué posibilidades tendría un simple alemán de dieciséis años con la misma hija del rey de Grecia.
Al parecer sí que tenía.
Dos días más tarde recibiste mi nota, ¿te acuerdas, Sofía? Te la hizo llegar tu amiga Marta, la cual jamás te dejó de lado, hasta el mismo momento en que murió de tuberculosis permaneció en tu ayuda. Gracias a ella nos conocimos, hasta te acompañó en nuestra primera cita. Claro que su ayuda era necesaria para huir de tu casa, ya que no es normal que dejen salir a una princesa por las oscuras calles de Alemania una noche sin luna, sin más compañía que la de sus pensamientos.
Poco a poco nos íbamos conociendo. Quedábamos horas enteras para observar las estrellas sentados en el prado de tu internado. Aquel fue el lugar de nuestro primer beso… Lo retengo, pero creo que jamás conseguiré revivir la experiencia sin tus labios junto a mi cara… Claro que no fue tan fácil conseguirlo. Pasaron meses antes de aquello. Aquella noche era diferente. Ocurrió dos semanas después de tu décimo quinto cumpleaños. Nos sentamos tras el rosal de tu jardín, y nos acurrucamos mientras me contabas tus secretos. Yo asentía, pero no te escuchaba; aquella noche no podía escucharte. El único sentido por el que percibía algo era mi vista; no sentía, no oía, no olía, sólo veía.
Pues aquella era una noche para ver: vestías con aquel vestido blanco bordado, el pelo recién lavado te caía por los hombros como caería una suave lluvia oscura por una montaña, la luna hacía brillar tu piel, y se dibujaba en tus ojos. Entonces sentí tu llamada. Me acerqué hasta que tu suave aliento de menta rozaba mis mejillas, y te besé. Me asusté de mis propios actos, ya que nadie podría enterarse, pero tú no me rechazaste. ¡Oh Sofía! Si estuvieses aquí, si estuvieses conmigo…
Poco después de separarnos oímos los gritos de tu maestro llamando tu nombre. Corriste, saltaste por el alféizar de tu ventana, y te hiciste la dormida sobre tu cama; pero antes de cerrar los ojos, vi esa mirada, aquella dulce y delicada mirada, que prometía nuevos besos, y un futuro juntos. ¿Por qué me diste esperanzas, Sofía, si jamás podrían ser cumplidas?
Pasaron los años, poco a poco, dando tiempo al tiempo, aumentando nuestro amor hasta hacerlo casi insoportable. Tú me hablabas de que siempre habías soñado con casarte con un príncipe azul, como el de los cuentos de hadas, para luego decirme que aún así me preferías a mí antes que a miles de príncipes. A pesar de ello, yo sabía que no eras feliz. Jamás podría darte una historia de amor maravillosa que contarle a tus hijos.
Me hiciste sufrir Sofía. Rememoro el día en que cumpliste los dieciocho años. Ya acostumbrábamos a quedar por las tardes, puesto que no teníamos suficiente con las noches, mientras que tú decías a tus padres que quedabas con tus amigas. Pobre inocente.
Llegaste llorando a mis brazos, te abracé y me besaste. Estaba confuso, pero preferiría haberme quedado con esa confusión para siempre antes que saber lo que se avecinaba.
-¿Qué ocurre Sofía?- Te pregunté.
Seria, me miraste a los ojos, apoyaste la cabeza sobre mi pecho, y sin dejar de abrazarme respondiste:
-Me marcho, Geremías.
-¿Cuándo volverás?- Me aparté de sus brazos, la miré a los ojos, y le repetí la pregunta- ¿Cuándo volverás?
-Nunca Geremías. Me marcho para siempre. Dentro de tres meses volveré a Grecia con mi familia. No intentes venir, mi padre no te lo permitiría. Siempre supimos que en algún momento llegaría este día, el día en que separamos nuestras vidas. Tú eres hijo de un arquitecto, yo de un rey.
Aquellas fueron tus últimas palabras del tema. Durante los siguientes meses no volvimos a mencionarlo. Vivimos el tiempo que nos quedaba juntos cómo si fuera lo único que nos quedaba por hacer. Jamás compaginé de la misma forma la alegría con la tristeza. Pues era feliz, al fin y al cabo, ya que tenía tu corazón. Lo que no sabías es que volvería a por ti. No me importaba lo que me costase conseguir el dinero para pagarme el viaje, ni significaba nada para mí el tiempo que tardaría en volver a verte, pues sabía que no sería consciente de que tendría una vida sin ti.
Tan rápido como apareciste en mi vida, desapareciste de ella. Contigo te llevaste la luz, el color, la música, la vida…
Los siguientes cinco años los pasé muerto, pero vivo. No vivía por mí, ya que mi vida ya no tenía sentido, vivía por ti. Me busqué mi propio trabajo, gané dinero, ahorré y conseguí lo suficiente como para pagarme cuatro viajes de Alemania a Grecia y volver. Pero no podía marcharme. No quería saber lo que habrías encontrado allí, no quería ver, no quería creer.
Al final tomé una decisión. Lo que vivía lo vivía sufriendo, y era muy fácil acabar con éste sufrimiento. Acabar con la vida de un humano es tan fácil… No hace falta más que unas gotitas de veneno en la bebida, un pequeño cuchillo en el corazón, o incluso… un pequeño salto. No tenía nada que perder, más que lo poco que me quedaba de juventud, y antes de que esta también se me agotara decidí salir en tu busca.
No me resultó difícil llegar a Roma. Sin embargo, sí me costó encontrarte.
Habían pasado seis años desde que te marchaste, y volver a verte fue sentir un duro golpe sobre el pecho, que no se apartaba; me oprimía hasta cortarme la respiración. Pero no podía morir ahogado, y menos ahora que te había encontrado. Paseabas tranquilamente por la orilla del lago di Bracciano, sola, como acostumbrabas a hacer de pequeña.
Me acerqué por detrás de ti. En ese momento pensé en tocarte el hombro, entonces tú te girarías y me besarías. Pero eso no sucedió; no hacía falta. Simplemente te detuviste, giraste tu esbelto cuerpo, y ahí estaba yo, de nuevo, preparado para atormentarte de nuevo en tus pesadillas.
Tu primera reacción fue la sorpresa, seguida de la confusión. Me miraste dos veces de arriba abajo, y saltaste sobre mis brazos. Pero no dio tiempo a nada más. Bruscamente te apartaste de mí, volviste a mirarme y enfadada me gritaste:
-¿Qué haces aquí? ¡Te dije que no vinieses!
-No podía seguir viviendo sin ti.- Repliqué.
Pero no pudimos hablar más. Tu guardaespaldas escuchó tus gritos y acudió en tu ayuda. Afortunadamente, a su llegada, yo ya me había marchado.
-No pasa nada Bearny,- Le dijiste a tu guardaespaldas- solo me había parecido ver una sombra en el agua.
Él se apartó, y continuaste caminando.
La siguiente vez que nos vimos fue unas semanas más tarde. Aquella noche te espiaba. Vi como entrabas en el salón de bailes, y allí me quedé, encaramado a la ventana, viendo cómo te morías de ganas de que alguien te sacara a bailar, mientras el resto de mujeres, acompañadas de sus esposos, se deslizaban en un tranquilo vals. ¡Cuánto habría dado yo en ese momento por haber sido hijo de un noble para sacarte a bailar, para rodar y pasear de la mano sobre el entapizado suelo de madera!
Poco más duraron mis ensoñaciones. Un hombre que no era yo, se ofreció para sacarte a bailar, y mayor fue mi sorpresa, cuando aceptaste su petición.
Una de tus manos en su hombro, la suya en tu cintura, mientras que las otras dos se mantenían unidas en el aire, para comenzar así a presidir el baile en aquel maldito salón. Pocas fuerzas me quedaban para continuar observando aquella escena, pero mayor fue mi sufrimiento cuando parasteis en el centro, mientras el resto de parejas bailaban a vuestro alrededor. Él se inclinó sobre ti, acercasteis vuestras caras, y os fundisteis en un profundo beso.
Recuerdo perfectamente la sorpresa de tu cara cuando, al separaros, me viste a través de la ventana. Y corrí. Poco después, me encontraste en la cima de un acantilado, a punto de saltar. Te quedaste de pie, mirando, esperando.
-¿Quién es él?- Te pregunté.
-Le llaman Juan Carlos. Es príncipe en España.- Con esto dio un paso más hacia mí… y salté.
Salté porque ya había oído suficiente. Ella había encontrado al príncipe de sus sueños; yo había perdido a mi princesa.
Si hoy tuviera una segunda oportunidad, posiblemente no hubiese saltado, pues ahora he visto cómo países enteros luchan en una pelea conocida como la Guerra Fría; he observado cómo potencias tan grandes como lo son Estados Unidos y la URSS pelean, crean armas, matan y mueren por el simple hecho de querer ser los primeros a los ojos del mundo. ¿Enserio, Sofía, crees que es esto necesario? La única razón por la que de verdad deberíamos morir, tendría que ser por amor; pero claro, esto no es posible para todos.
¡Oh Sofía! Ahora ya nada de esto me importa, no puedo pensar más que en el tiempo que pasé a tu lado. Lo único que ahora deseo, es que una de las bombas caiga cerca de ti, y que te reúnas conmigo. Puedes estar tranquila, donde ahora yo vivo, no existen ni príncipes ni princesas, todos somos iguales.
Todos estamos muertos. Supongo que estamos todos locos aquí.
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