Hoy publicamos el relato que fue galardonado con el SEGUNDO PREMIO ex aequo de la categoria B (los relatos relacionados con el proyecto sobre el Holocausto judío que hemos desarrollado este año y que llevaba por título ARBEIT MACHT FREI)
Su autora es MARÍA MORAGÓN, de 1º de bachillerato, a la que quiero agradecer que me haya permitido publicar el relato en el blog. Espero que disfrutéis de la lectura del relato de María. Aquí está.
La alambrada del amor
Una
sinfonía de bombardeos amenizaba la noche en el gueto de Varsovia. El frío
calaba sus huesos. Tiritaban. Pero no
les importaba, pues el amor que se profesaban era capaz de evadir sus miedos,
sus pensamientos, sus limitaciones, su destino. Un amor puro, descubierto
contra todo pronóstico. Aquella gélida noche de enero de 1942, Janina y Hans se
entregaron a la pasión con más fuerza que nunca. Eran demasiado frágiles como para
dejar escapar aquel sentimiento.
Otro
día más acababa en aquel fatídico lugar. El silencio imperaba en las calles, al
contrario que en las anteriores veladas, en las que el ejército alemán
descargaba su ira aplacando con ataques fortuitos, inesperados por algunos.
Pero aquella noche ella diferente. Aquella noche, en los recovecos del gueto de
Varsovia, reinaba la paz.
En
unas de estas silenciosas calles, en uno de los lugares que había establecido
la población judía que allí malvivía para rezar, se encontraba Janina. Jugaba
con su pequeña estrella de David cosida a su abrigo sucio y harapiento. Toda su
familia rezaba por su salvación, por la de todo el pueblo judío. Es lo único
que les quedaba, mantener la fe, regocijarse en la esperanza de una nueva vida.
En cambio, ella meditaba. Se imaginaba un campo lleno de margaritas, sus flores
favoritas. Un sol resplandeciente lucía en esa maravilla de paisaje. Con su
vestido de lino azul y su sombrerito de vestir, corría sonriente, feliz, al
encuentro de Abraham, su gran amigo, su gran amor. Ella nunca se lo referiría,
pero él era lo suficientemente astuto como para saberlo.
Algo
llamó la atención de la joven. Ella, sin percatarse al instante, dirigió la
mirada hacia donde había provenido la voz. Un chico de ojos claros, brillantes
aún con la caída del sol absoluta, le sonreía con cansancio, y le preguntó en
un suave susurro, ya que su estado físico no le permitía alzar más la voz, qué
pensaba. A Janina de repente le subieron las mariposas desde el estómago hasta
la boca para pronunciar unas simples palabras:
-
Nada, Abraham, sólo pensaba en lo feliz que hubiera sido fuera de este
infierno.
-
¿Junto a mí, quizás? – el joven, para sorpresa de Janina, no calló todo lo que
había estado sospechando todos aquellos años atrás, quizás porque él también
sentía ese pinchazo en el alma cada vez que la joven le miraba.
Janina,
estupefacta, intentó disimular gracias a la oscuridad de la noche que se había
vuelto a ruborizar. Tantos años esperando aquel momento, y llegaba en ese
instante, en esa situación infame, desequilibrada, imposible de sostener. Nunca
conseguiría estar junto a él, ni aunque el joven estuviese dispuesto a ello. La
fe no les salvaría. No saldrían de allí con vida. Antes de retirarse a intentar
descansar en las mugrientas literas que les había proporcionado el ejército alemán,
Janina volvió a dirigirle una última mirada a Abraham. Una lágrima caía por su
pómulo. Sonrió y miró al cielo. El sol asomaba por el horizonte, le quedaban
pocas horas de descanso, más bien ninguna. Comenzaba una nueva etapa de su
vida.
Los
disparos involuntarios pusieron en pie a Janina y a los suyos. Hoy tocaba
retirar nieve acumulada de las calles. Sin más protección que sus manoplas
deshilachadas, la joven y su hermana Joanna se dispusieron a colocarse en el
lugar que les correspondería aquel día. No tenían concepción del tiempo que
llevaban allí, y de cuántos días habían realizado ya esa desagradable tarea. Se
arrodillaron en el suelo húmedo, y comenzaron a cavar. Con los días, sus
frágiles dedos se habían acostumbrado a tamaña tarea, y el dolor cada vez era
menor conforme cavaban. El frío directamente les congelaba los dedos, y
carecían de sensibilidad.
Mirando
fijamente al suelo, no cesaban en su tarea, y si lo hacían, un oficial de las
SS les esperaba amenazante, pistola en mano, para acabar con ellas de un
plumazo, y eso es lo último que querían. Con su instinto, Joanna percibió algo
desde su mirada enfocada al suelo. Unas mismas botas de un oficial recorrían
siempre el mismo trayecto, exactamente desde el lugar donde se encontraba hasta
el de su hermana. Unos dos metros de distancia aproximadamente. Janina también
se percató de aquello, y le dirigió una mirada cómplice a su hermana.
Disimuladamente, alcanzó a levantar mínimamente la cabeza para intentar
visualizar el rostro del hombre que les estaba amenazando con su constante ir y
venir. Inmediatamente, sus miradas se cruzaron. Él no había parada de mirarla,
y cuando ella lo descubrió, tampoco podía dejar de hacerlo. ¿Qué tenía aquel
chico, rubio y de piel clara, que atraía tanto a Janina? Se quedaron mirándose
fijamente un instante más, hasta que alguien lanzó un grito de dolor que se
esfumaría pocos segundos después, y su conexión se rompió. El joven avanzó el
paso hacia el lugar donde se había producido la eliminación, y Janina, dudosa,
fingió que continuaba trabajando, pero lo único que hacía era escarbar en el
mismo hueco de hielo que había estado escarbando durante las últimas dos o tres
horas, quién sabe. Ahora era aquel oficial quien ocupaba sus pensamientos. Algo
en él la había hechizado, aún siendo el enemigo. Aunque en cuestiones del amor
no existen enemigos, pensaba Janina.
Durante
los siguientes días, Abraham notó que Janina se encontraba distante con él, y
el joven, muy a su pesar, conocía el motivo de antemano; en cambio, los días en
los que les comunicaban que tocaba retirar nieve, Janina no lograba disimular su
pequeño entusiasmo al saber que quizás volvería a ver a aquel oficial que le
había robado una pequeña parte de su corazón con aquella mirada. Intentaba
colocarse en el mismo sitio, aunque en aquel lugar lleno de nieve no se
establecía el sentido de la orientación.
Una
vez ya colocada junto a su hermana, lanzaba miradas furtivas para intentar
visualizar su objetivo. Y allí estaba. Pareciese como si él también se
encontrara en aquel lugar por obligación, y por tanto, con la obligación de
permanecer en ese mismo lugar, recorriendo esos dos metros aproximados entre
Joanna y ella, y con la obligación de robarle diez segundo de su profunda
mirada para admirar la suya. ¿Qué le estaba pasando a Janina? Dejaba de acudir
a rezar junto a los suyos, había abandonado la compañía que le ofrecía a
Abraham. Ignoraba cada vez más las muertes, la destrucción. Ni ella misma era
consciente, pero comenzaba a caer en la locura del amor no correspondido.
Tras
varios días de tanteos y de observaciones, el apuesto oficial alemán acudía a
los lugares que solía frecuentar Janina, con la excusa de realizar una
inspección, y, sorprendentemente, siempre desarmado. No era su intención real
acabar con alguien, sino tener la oportunidad de ver en otro lugar que no fuese
las calles abarrotadas de nieve a la judía, a la joven que, a pesar de su
religión y lo que ello suponía, le había encandilado hasta el punto de amarla.
Era
ya noche cerrada en el gueto de Varsovia cuando, en uno de estos paseos a zona
judía que solía frecuentar el oficial con el fin de “inspeccionar”, se topó de
pleno con ella. De espaldas a él, se alisaba el pelo con un viejo cepillo de
esparto ante un espejo medio roto ante el que no podría observarse si no fuese
por una tímida vela del suelo. Vestía un fino camisón de su hermana, que le
transparentaba su cuerpo ya huesudo y desnutrido. A pesar de ello, para el
joven era una pieza sencilla, tímida, frágil… y hermosa. En realidad, Janina lo
era.
De
repente, se le escapó un pequeño estornudo que alteró levemente a la joven
judía. Ésta advirtió una leve sombra asomando por el borde del espejo roto. Al
principio era incapaz de reconocerla, pero poco a poco, fue vislumbrando que se
trataba de él. Le dio un vuelco al corazón. Tímidamente, se giró con cuidado, y
se quedó mirándolo fijamente, como habían hecho anteriormente en la retirada de
la nieve. No tenía palabras. Lo tenía frente a ella, y no era capaz de formular
ninguna cuestión. Sólo le observaba. Era un joven apuesto alemán, con una buena
planta, alto y fornido. Al analizarlo de pies a cabeza, y con temor en el cuerpo
por lo que le pudiera ocurrir, volvió a girarse hacia el espejo.
-
Vengo en son de paz – se atrevió a decir él-
no temas.
Janina
siguió sin pronunciar palabra, cubriéndose con sus delgados brazos el cuerpo.
–
Tú
eres la joven de la nieve, ¿me equivoco?
Janina
tardó en contestar a esta pregunta, pero finalmente lo hizo, girándose hacia él:
-
Sí. ¿Aún llena de harapos en la nieve me reconoces
ahora así?
-
Te reconocería entre todas las mujeres judías
asquerosas que vivís aquí. Porque tú… eres especial.
Ese
“eres especial” sorprendió a Janina, pero no por el simple hecho de que aquel
hombre lo había pronunciado, sino por el tono en el que lo había hecho. Un
timbre suave, como si aquel joven, que en teoría era su enemigo, quisiera ser
su amigo… o quizás algo más.
-
Soy Hans. Y tú, ¿cómo te llamas pequeña?
De
nuevo, Janina dudaba si contestar o no. Pero esta vez, se armó de entereza.
-
Soy Ja…
En
ese preciso instante, una bomba explotó a unos cien metros de donde ellos se
encontraban. Y otra, y dos más, y así sucesivamente. Janina no había logrado
decirle al joven y apuesto oficial Hans su nombre. Pero no le importaba. Ahora
era él quien no podía de dejar de observar su anatomía, la belleza de sus
facciones, sus ojos color negro azabache. Se repitió la misma situación que
cuando se encontraban en la nieve. Se sostuvieron la mirada unos instantes,
instantes que ahora se habían convertido en minutos. Ninguno de ellos esperaba
lo que iba a pasar en ese momento.
Aquellos
bombardeos amenizaban la noche en el gueto. El frío calaba sus huesos.
Tiritaban. Pero no les importaba, pues el amor que se profesaban era capaz de
evadir sus miedos, sus pensamientos, sus limitaciones, su destino. Un amor
puro, descubierto contra todo pronóstico. Aquella gélida noche de enero de
1942, Janina y Hans se entregaron a la pasión con más fuerza que nunca. Aquella
joven judía y aquel oficial alemán no eran la pareja perfecta, pero tal vez la
desesperación en aquel lugar y los sentimientos hicieron que, en aquel momento,
fueran tan frágiles que no podían dejar escapar aquel impulso, aquel
sentimiento.
Alguien
golpeó la puerta donde se encontraban. Janina tenía sudor frío, y tiritaba aún
más que antes, si cabe. Hans le prestó su chaqueta, se vistió de nuevo, y
acudió al llamamiento de la puerta. Janina oía hablar alemán. Quizás habían
tenido algún tipo de problema con la entrada de alimentos en el campo, o con la
falta de personal de las SS. Pero en realidad, no era así. Aquella llamada
significaba el principio del fin.
Hans
marchó sin despedirse de Janina. Ella, obcecada y aún sorprendida por lo que
acababa de acontecer en aquella habitación, comprendió que, como había sospechado,
tendrían un problema grave. Se quedó de nuevo pensativa… ¿Qué diría Abraham
sobre todo esto? Una infamia. Tampoco se lo diría, como tampoco haría con su
amor hacia él. Pero aquello había sido tan bonito, tan especial… Janina logró
recostarse sobre la chaqueta de Hans. Aún olía a él. Aquella noche, pudo dormir
después de varios días sin poder hacerlo.
Con
la luz del amanecer asomando por el cielo, alguien volvió a golpear la puerta.
Janina dormía, así que Hans decidió entrar sin permiso. Con delicadeza,
despertó a Janina de su sueño profundo. Intentaba aparentar entereza, pero su
rostro pálido lo decía todo.
-
Janina, os trasladan al campo de Treblinka.
Janina,
aún medio dormida, no comprendió al principio qué era eso de Treblinka, hasta
que un recuerdo de una conversación con Abraham le sobrevino a la mente. En
ella, el joven judío le contaba que los alemanes habían ideado un sistema de
campos de exterminio para eliminar a toda su raza. De repente, Janina se puso
pálida. Hans lo notó, y le dio un beso en la frente, consolándola.
-
Yo te cuidaré, pequeña… - le dijo él.
Los
160 judíos que habían malvivido durante cuatro meses en aquel mugriento gueto
se encontraban ahora agolpados a la entrada del mismo, y estaban siendo
clasificados por los oficiales de las SS que habían sido destinados allí.
Mujeres y niños por un lado. Hombres por otro. Los trenes esperaban a la
salida. Inhalar el humo negro que salía de la sala de máquinas les empezaba a
asfixiar.
Janina
fue clasificada junto a las demás mujeres, y Abraham aparentaba más edad de la
que realmente tenía, por lo que le había clasificado con los hombres, a pesar
de su evidente delgadez. Una vez más, los ojos de Abraham cautivaron a los de
la joven. Tenía que aprovechar el momento. Quizás, sería la última vez que los
contemplaría. Miró la estrella de David de su abrigo de nuevo, y se dispuso
junto a Joanna a subir al vagón. Hans la observaba desde lejos, como ya se
había acostumbrado a hacer, asimilando el destino que le esperaba a ella y a
toda su familia.
Después
de dos fatídicos días de viaje en aquel vagón de mala muerte, heladas de frío,
las mujeres llegaron al campo de Treblinka. Cercado por densas vallas, una
tropa de oficiales de las SS les esperaban con los brazos abiertos. Sonreían,
aunque su sonrisa despuntaba maldad. En cambio, una sonrisa triste destacaba
entre aquellas. Hans miraba con amargura aquel desembarco masivo en el que se
encontraba Janina. Era tan triste y tan cruel lo que les iba a suceder…
Inmediatamente, despojaron a las mujeres de sus enseres personales, y las
llevaron a una sala tética donde les cortaron el pelo y las desnudaron. A
continuación, las volvieron a vestir y las llevaron directamente a trabajar,
como no, en la retirada de nieve que impedía el correcto funcionamiento de las
vías.
Pocas
horas después, llegaba un tren. Probablemente sería el tren de los hombres.
Efectivamente, Janina intentó localizar con su pobre vista a Abraham, con un
resultado satisfactorio, ya que lo encontró junto a su tío y a su padre, en
aparente buen estado de salud. Hans, que como siempre, era incapaz de dejar de
vigilar a Janina, percibió esa mirada de ternura hacia aquel joven judío, y le
llenó de ira. Volvió a él ese sentimiento asesino con el que había sido educado
todos aquellos años. ¿Por qué? ¿Por qué en tan poco tiempo podía comportarse
así, y podía realizar cosas así por una joven judía? Estaba celoso. Celoso y
rabioso de Abraham. Él se convertía ahora en su principal objetivo, por haberle
robado la esperanza de salvar a Janina, ya que sabía perfectamente que ella se
mantendría fiel a su familia, fiel a él, antes que marchar con un oficial nazi
de pacotilla, con el que había pasado una noche de pasión, una noche de evasión
de la realidad.
Hans
se dirigió al joven. Janina les observó con cautela. Tenía miedo de que Hans
descubriese que podía haber algo que nunca habría entre ellos, y que actuase al
respecto. Abraham miró con miedo al oficial que se le acercaba. No temía la
muerte, pero tampoco sería capaz de asimilar una muerte tan temprana. Al menos,
querría decirle a Janina lo mucho que la quería y que la querría siempre. Se lo
debía.
Hans,
intentando disimular ante la mirada lejana de Janina, decidió que no actuaría
de momento, y que se limitaría a encargarse de la distribución de los hombres,
entre ellos Abraham. Cuando le tocó al joven judío, Hans mostró su faz más
feroz y cruel. Se quedó mirándolo, pensativo, cual lobo esperando a que su
presa reaccionase para acabar con ella. Abraham se mantenía firme.
Mientras,
la joven continuaba e intentaba disimular su preocupación por aquella
situación. Algo no marchaba bien. Han y Abraham juntos. Su gran amor, y su gran
aventura, su gran muestra de desesperación. Perdida, comenzó a llorar en
silencio.
De
repente, un sonido de bala reinó el silencio en la entrada del campo de
Treblinka. Todo el mundo consternado, pero incapaz de pronunciar ninguna
palabra. En ese mismo instante, agentes de las SS se dirigían hacia las mesas
de distribución. Allí, un joven judío yacía con sus ojos claros brillando más
que nunca. Una bala atravesaba su frente. El autor del disparo se mantenía de
pie, en estado de shock, sujetando su pistola con fuerza. ¿Había hecho eso por
amor, por un verdadero amor? Aquel oficial de las SS pensaba que sí.
Unos
pequeños pasos se oyeron correr hacia el lugar de los hechos. Una joven judía,
delgada hasta los huesos, pero hermosa, se abalanzó hacia el joven tendido en
el suelo. No podía ser. Ese no era el sueño que había estado planeando durante
tantos años. Él no podía morir así. Él no podía morir. Por ella. Por su amor.
Janina
se despojó de su estrella de David, incapaz de mirar a los ojos a Hans, llena
de rabia y de ira, y llorando desconsoladamente ante el cuerpo ya sin vida de
su amor, Abraham.
Otro
disparo. Otro silencio absoluto. No, esto no era Romeo y Julieta. Esto era el
culmen de la mentira, el resultado de la alambrada del amor.
MARÍA MORAGÓN
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