CAPÍTULO IX
Y había vuelto. El frío del duro invierno aragonés, le había congelado las extremidades inferiores y perdió uno de los dedos del pie izquierdo. Los médicos creyeron que podría gangrenarse y le dieron permiso para que volviera a Madrid y recuperarse, o quedarse y librarse de un soldado tullido. Y los cuidados de Manola durante aquellos dos meses, fueron claves para que Antonio se recuperara y la gangrena no apareciera. Y en aquel permiso, Antonio dejó embarazada a Manola de Carmen. Pero pronto, las obligaciones militares llamaron a la puerta de los dos.
El río Ebro. |
Un nuevo destino: el Ebro. Los republicanos habían decidido hacer un contraataque sorpresa para evitar que se cortaran las comunicaciones entre Cataluña, Valencia y Madrid. De ser así, el territorio republicano quedaría dividido en dos y estaría condenado. Aquella era la batalla decisiva.
Antonio le prometió que volvería. Desde entonces no la había vuelto a ver.
Su posición era la ribera del río, en la población de Ribarroja del Ebro, donde su compañía manejaba baterías antiaéreas que defendían los puentes de barcazas por los que, previamente, habían cruzado el río las tropas republicanas. Y él estaba al mando de un viejo cañón ruso de larga distancia, oculto entre las casas del pueblo, que apoyaba la ofensiva con sus disparos.
Antonio recibió carta de su padre, que le anunciaba el nacimiento de otra niña, a la que llamarían Carmen en honor a su madre. La noticia le llenó de felicidad y al mismo tiempo le empujó a seguir adelante, a cumplir la promesa de volver que le había hecho a Manola.
Avión de la legión alemana Cóndor, al servicio de los Nacionales |
Aquella tarde, mientras leía la carta, una escuadrilla de aviones alemanes de la Legión Cóndor al servicio del ejército Nacional, sobrevoló Ribarroja del Ebro. Barrieron las baterías antiaéreas y detectaron el escondrijo del cañón, cuidadosamente camuflado en una vieja casa. Mientras un caza se lanzaba en picado, descargando su mortífera y potente carga, Antonio vio el fin muy cercano. La primera explosión, hizo añicos el cañón y a su compañero, Juan el Zamorano. La segunda bomba, destrozó la casa contigua de una explosión que llenó el aire de polvo y metralla. Los pocos que allí quedaban con vida, salieron huyendo mientras Antonio, aturdido por la explosión, permanecía en medio de la calle, aunque una chispa de lucidez fue suficiente para reaccionar y meterse dentro de una alcantarilla que había quedado entreabierta por la explosión. Allí dentro, atontado, magullado y sangrando por no sabía muy bien dónde, observó como los aviones volvían una y otra vez, barriendo con su metralleta las calles, descargando más y más bombas sobre las casas circundantes… Una vez y otra más… Hasta que se quedaron sin munición.
Nadie les respondió. Habían arrasado su objetivo sin ningún contratiempo y volvían a su base dejando caos, desolación y muerte en las calles de aquel pueblecito tarraconense al que Antonio, desde su improvisado refugio, juró no volver jamás.
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