Los oficiales republicanos en aquel pueblo habían huido o muerto. Él, un simple sargento de artillería, era el mando más alto. Pero los pocos lugareños que quedaban comenzaron a protestar y a exigir que se marcharan de allí. No querían saber nada más de guerras. Ya había habido suficiente muerte y desolación en su tranquilo pueblo. Y Antonio, comandando un pequeño pelotón de 15 hombres, abandonó Ribarroja del Ebro en dirección a Valencia. Llegaron a la capital del Turia unos cuantos días después y acudieron a Gobernación para dar parte de lo sucedido. Habían pasado por Castellón, pero allí les mandaron en dirección a Valencia:
-Allí está el Gobierno y os dirán que debéis hacer - les contestó un coronel que ostentaba el cargo de gobernador de la ciudad.
Los ánimos en Valencia eran pésimos. Ya nadie creía en la victoria tras el desastre en el Ebro y la toma de Barcelona, ya estaba casi consumada. Antonio fue destinado al puerto, a una unidad antiaérea de muy poco precisión y con una munición muy limitada.
- Un disparo, un blanco. O en dos días nos acabamos la munición – les dijo el capitán al mando.
Desde Valencia intentó ponerse en contacto con Manola en Madrid y envió una carta con su compañero Carmelo y Eusebio de Alginet, a quienes mandaron a reforzar el frente de Madrid. Por ellos sabría Manola que estaba vivo. Pero ésa, había sido la última vez que habían podido tener contacto, y ya habían pasado seis meses.
Enfrascado en estos recuerdos, el día comenzó a despuntar y a su alrededor se vislumbraban los primaverales paisajes de su Madrid, unos paisajes que conocía, pero no reconocía. Campos sin cultivar, casas destrozadas, restos de guerra por todas partes… ¡Hasta dónde habíamos llegado!
El día, trajo de nuevo la esperanza a su corazón.
- Volveré a casa y encontraré a mi familia. Pase lo que pase, no me alejaré de su lado nunca más.
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